Fue un giro del destino el que me colocó en la cubierta de vuelo del Boeing 747. Durante casi una década había volado felizmente en su hermano pequeño, el 737, en rutas aéreas nacionales cortas y estaba satisfecho de que allí empezara y terminara mi carrera en el mundo de las aerolíneas. Sin embargo, cuando esa aerolínea se derrumbó, pasé al mundo de los vuelos de larga distancia, donde los saltos cortos fueron sustituidos por largas noches sobre océanos oscuros, atisbos de icebergs y vías aéreas que atravesaban de puntillas zonas de guerra.
Desde la primera inspección previa al vuelo, me sentí asombrado por el avión. El 747 había democratizado casi por sí solo los viajes aéreos con un fuselaje diseñado para atravesar cómodamente los océanos a Mach 0,86 y, sin embargo, deslizarse rutinariamente por la valla del aeródromo al llegar a 140 nudos. Recuerdo muy bien estar en la punta del ala y darme cuenta de que casi se extendía hasta la puerta trasera. El ángulo de barrido del ala era similar al de un caza F-86 Sabre. Era rápido, grande y versátil, y a lo largo de los años se utilizó para todas las tareas imaginables, desde llevar el transbordador espacial hasta servir como Air Force One.
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